Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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En pleno Porfiriato, el vicepresidente llega al despacho presidencial con una revelación inquietante…

¿Y si el mayor enemigo del régimen no fuera un político… sino un espíritu?

Intriga, humor y tensión en un cuento donde el poder empieza a tambalearse.

—Pase, señor ministro…

El presidente (el señor Presidente) camina desde su escritorio hasta el ventanal del despacho, sin perder de vista lo que sucede en la Plaza Mayor: vendedores de a pie exhiben sus mercancías frente al kiosco, gente formada en línea comienza a subir al tranvía, una pareja tomada de la mano pasea frente a las cadenas de la Catedral mientras un hombre ebrio les grita leperadas… todo bien, todo normal. Sin novedad. Corral, el vicepresidente, observa al viejo con impaciencia: qué ganas de estar en su casita en Álamos echándose un caldito de queso y un burrito de machaca. Qué ganas de mandar todo a la fregada y dedicarse a cultivar quelites o a criar burros o a lo que sea, lejos de todo esto que le causa agruras:  la política, las intrigas y chismes de Palacio, los dimes y diretes de los periodistas, las indirectas del embajador gringo, los problemas de la familia Díaz, los enojos del presidente Díaz (del señor Presidente), el estrés, el insomnio, las broncas… El viejo se vuelve sonriendo. Trae el bigote blanco manchado de mole.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué, señor Presidente?

—¡¿No que le urgía verme?! ¿Para qué soy bueno, señor ministro?

Corral, nombrado vicepresidente por Díaz desde hace dos años, odia que Díaz le siga llamando «ministro» pero traga saliva y se traga también el orgullo antes de contestar:

—Para muchas cosas señor Presidente. Le traigo información sobre el candidato.

—¿Zúñiga? ¿Ahora qué quiere don Nicolás?… ¿Sigue con lo del fraude? ¡Qué ganas de mandarlo derechito a San Juan de Ulúa! ¡Ya me tiene harto con su lloradera de cada cuatro años!

­—De cada seis, señor Pre…

—¡Eso no importa, Corral! ¡Cada cuatro o cada seis, es lo mismo! Concéntrese. ¿Qué quiere Zúñiga?

—¿Quién?

—¡¡El Candidato!!

Corral suda. Qué ganas de vivir en Álamos criando puercos…

—Ah no, es que hablaba del otro candidato…

—¿Panchito?

—Ese mismo señor Presidente: Madero. Tengo información primordial.

—Desembuche…

Díaz se sienta, cruza la pierna y observa fijamente a Corral. El vicepresidente titubea.

—Mis fuentes confidenciales me informan que Francisco Ignacio Madero, candidato a la presidencia…

—¿Qué no es Indalecio?

—¿Cómo?

—Sí, ¿es Ignacio o Indalecio?

—Ignacio, señor Presidente.

—En alguna parte leí que era Indalecio.

—Ya nadie se llama Indalecio, señor Presidente.

—¿Está seguro, Corral? ¡Qué chinga llamarse Indalecio, ¿no?!

—…pero, si usted lo desea, podemos referirnos a él como Indalecio.

—«Panchito» mejor. Suena mejor y así le dicen en su casa. ¿Le dije que conozco a su abuelo?

—Sí, señor Presidente. Y a su padre.

—¿A mi padre?

—Al de Madero.

—Ah, cierto. Entonces, me decía: Madero…

—El candidato Madero es espiritista…

El presidente Díaz observa a Corral sin entender claramente a qué se refiere, pero disimulando lo suficiente a modo de presidente de la República. El vicepresidente espera la reacción del mandatario para dar el informe, aunque por un segundo, sólo por un segundo, la mancha del bigote le distrae y su pensamiento vuela como Globo de Cantolla del mole oaxaqueño a Oaxaca, de ahí a Puebla y de ahí, derechito y en ferrocarril, hasta su natal Sonora. Sus pensamientos se detienen una vez más en el recuerdo proustiano del caldo de queso. La tripa, ruge. Luego de una breve pausa, Díaz lanza la flamígera pregunta que el vicepresidente está esperando:

—¿De qué chingados hablas, Corral? ¿Qué jodedera es esa?

—Espiritista, señor Presidente. Dicen que el candidato lo es. ¿Ha oído usted hablar de las sesiones espiritistas?

—No. Por supuesto que no. ¿Eso es un culto o qué es?

—Se dicen «doctrina». En Francia la puso de moda un tipo de apellido Kardec.

—Esos franceses siempre han sido raritos. Si no lo sabré yo…

—A través de una sesión, los asistentes se comunican con un espíritu.

—¡Ah chinga! ¿Así como el Espíritu Santo?

—Más bien como un fantasma.

Díaz se levanta de la silla (presidencial) y camina hasta la ventana. Oscurece. En el reflejo del vidrio nota la mancha de mole en el bigote. La restriega toscamente con la manga de la levita.

—O sea que nuestro Panchito cree en fantasmas…

—Sí. Vaya, es más complejo que eso: los fantasmas le hablan…

Una sonrisa de oreja a oreja ilumina el rostro ajado del mandatario. Se le nota divertido con el descubrimiento. Se sienta frente a Corral.

—¿Ah sí? ¿Y qué le dicen?

—Pues… parece que le han dado consejos políticos.

Díaz suelta una carcajada.

—Oiga, Corral: ¿y quiénes son?

—¿Cómo dice?

—¿Quiénes son esos espíritus que le hablan? ¿Juárez? ¿Hidalgo?

—Ah. Son su hermano y un tal José.

—¿Su hermano?

—Según me informan, es un hermano que murió cuando era niño.

—¡¿Y le da consejos políticos un niño?!

—Bueno, quizás maduró… de muerto.

—Ah, no pus sí, ¿verdad?

Ambos ríen. Díaz, por la ocurrencia. Corral, por compromiso: «Si el señor Presidente ríe, el vicepresidente se lo festeja».

—¿Y el tal José?

—Ese quien sabe quién sea. Lo que sí es que es más peligroso. Ése es el que le dice que sus tiempos están a punto de terminarse.

—¿Los tiempos de quién?

—Los suyos, señor Presidente.

Al decir la frase, Corral, inevitablemente, esquiva la mirada de Porfirio Díaz, quien enarca la ceja y para la trompa, con disgusto.

—Ya…

Díaz guarda silencio. Con las manos en los bolsillos de la levita, camina hasta la ventana. En la Plaza Mayor, un vendedor de agua de chía sirve un cantarito de su brebaje a una señora. Detrás, recargado en una de las columnas del Portal de Mercaderes, un hombre fuma un cigarro y observa el ajetreo de la plaza. Díaz toma los prismáticos del escritorio y observa a través de ellos. El hombre ya no está. Lo busca en todos los rincones de la plaza. Nada. Corral, curioso, se acerca a la ventana junto al mandatario, tratando de adivinar qué lo tiene tan entretenido.

—¿Pasa algo, señor Presidente?

Díaz deja los prismáticos sobre el escritorio y se vuelve, contundente.

—Sí. ¡No vuelva a hacerme perder el tiempo con tonterías de aparecidos, ni de leyendas ni nada de eso, señor Corral! Un presidente de la República no está para andar en líos de fantasmas ni dándole importancia a las creencias de la gente. ¡Y un vicepresidente, tampoco! Así que, la próxima vez que ande de ocioso, ¡póngase a tejer o a tallar una silla o váyase a ver si ya puso la marrana pero no me haga perder el tiempo!

—Pero, señor Presidente…

—Eso es todo, señor Corral. Puede retirarse.

Corral sale con la cola entre las patas del despacho presidencial. Díaz regresa a su escritorio y saca del cajón una enorme libreta en la que suele escribir los nombres de las personas de las que tiene que cuidarse. Es una costumbre que tiene desde tiempos de la guerra que le ha servido para no olvidarse de aquellos que pueden apuñalarle por la espalda. Abre la libreta en la última de cientos de páginas escritas. Tacha el nombre «Indalecio» que acompañaba a Francisco Madero y lo sustituye por un «Ignacio» escrito al margen. Debajo, escribe un nombre más: «Un Tal José».

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